Marina

Después de hacer el amor permanecimos inmóviles, boca arriba y con la respiración entrecortada. Para mí había sido una de pocas, para Marina parecía ser una de muchas.
Aún sentía el eco de los espasmos en las piernas y mi piel se erizaba con la brisa que acariciaba nuestros cuerpos desnudos.
El silencio nos concedió la gracia del romper de las olas como banda sonora perfecta de lo que acababa de pasar. El firmamento, celoso, se había llenado de estrellas para captar nuestra atención. Me fijé en las dos más brillantes y pensé en lo lejanas que estaban la una de la otra. A unos centímetros ante mis ojos, a millones de años luz en la realidad. Al igual que Marina y yo.

De mundos de diferente confección, tenía claro que nada de lo que aconteciera después de aquella noche sería con ella. Era la verdad más absoluta de ese incendio. No había lugar para el más.
Marina giró su cabeza y se quedó frente a mí. Rozó mis dedos con los suyos y me susurró algo que no llegué a escuchar. Sonreí, tratando de disimular mi incertidumbre.
—Supongo que esto acaba esta noche  —me sinceré, aún embriagada por el sexo tan extraordinario que había experimentado.
Ella también sonrió, exhaló el aire contenido en los pulmones y volvió la mirada al cielo.
Su silueta corporal, llena de curvas, se mimetizaba de manera especial con la playa, como si formara parte del paisaje. Como si fuese la última pieza de un puzle que se había construido en otras ocasiones.
—¿Quieres venir al agua? —dijo Marina, en tono travieso.
—Estoy bien aquí, necesito unos minutos de paz —contesté relajada.
Se incorporó con asombrosa agilidad y se fundió con la oscuridad mientras se dirigía al agua. Escuché la zambullida y el mar se la tragó.
Desde la espesura sin luz donde se encontraba me volvió a invitar y me negué, de nuevo. Escuché otro chapoteo y después, nada.
Me quedé divagando en como había llegado hasta ahí. Siempre fui de la idea de no tener sexo de una noche. Luego surgió ella del mar, exprimiendo su larga cabellera para quitarse el exceso de agua, después se presentó y se sentó alrededor de la hoguera junto a mi grupo de amigas. Desde ese instante su voz atrajo toda mi atención, sus ojos, esos ojos llenos de misterio que se clavaron en los míos.
Poco a poco, algunas de las chicas se marcharon y la distancia entre Marina y yo se acortó,  entonces me di cuenta de que el barco donde guardaba todas aquellas convicciones morales estaba a punto de ser tragado por un tsunami de piel caoba.


El silbato de un ferry me devolvió al presente, no sé el tiempo que había transcurrido, pero  me hizo consciente de que era el único sonido que había oído desde que Marina se había ido al agua.
—¿Marina? —grité. No hubo respuesta. La llamé otra vez, con más fuerza.
Me metí en el agua, poco a poco, sin poder ver más allá de mi contorno. Por tercera vez su nombre sonó, en esta ocasión con la voz quebrada.
Cuando estaba a punto de retirarme, algo me agarró por detrás. A gritos intenté zafarme, hasta que escuché una voz cautivadora.
—Soy Marina — me susurró.
Allí estaba ella, frente a mí, aguantando estoicamente la retahíla de insultos que iba escupiendo de mi boca. Ella reía, contagiosa. Preciosa.
Odiaba este tipo de bromas, en otras circunstancias habría salido de allí indignada y sin saber nada más de ella, pero el eco de su boca que aún perduraba en mi cuerpo atenuaba de algún modo ese sentimiento. Otra de esas convicciones que Marina se encargó de derribar.
Le agarré la cabeza y la besé con rabia, esa que me empujaba a salir de allí, mezclada con el deseo de permanecer junto a ella. Pura contradicción que resolví mordiéndole el labio hasta saborear el sabor metálico de la venganza. No se quejó.

Con su boca comenzó a recorrer mi cuello hasta la base de mi oreja y la idea de volver a hacer el amor encendió mis ganas. Sus manos se multiplicaron sobre mí, sin dejar ni un rincón de mi cuerpo sin explorar y de esa conjunción astrológica parimos los primeros jadeos. Ella  se introdujo en el agua y continuó con lo que  había dejado a medias. Mis piernas temblaban y apenas podía mantener el equilibrio. La suave marea golpeaba contra mi pecho sincronizándose con los vaivenes eléctricos de placer, era como si todo se hubiese puesto de acuerdo para complacerme.
Marina emergió frente a mí, con los ojos llenos de estrellas y perlas de mar resbalando por su cara.
—Quédate otra vida conmigo —me dijo, mientras acariciaba mi mejilla.
Me rodeó con sus brazos y me besó con suavidad, haciéndonos girar sobre nosotras mismas, mientras nos sumergíamos en el mar, una vida más.