A Lola le gusta la Navidad más que nada en el mundo. Es su época del año preferida.
Este año, sale de casa corriendo, con un mar de pena en los ojos y el corazón partido por la mitad. No sabe muy bien donde va.
Su madre le ha confesado el gran secreto de la Navidad, porque ya tiene diez años y no quiere que se rían de ella.
Lola corre a sabiendas de que va a tener que tranquilizarse mucho si quiere que sus pulmones puedan llenarse de aire, por eso, cuando no puede más, aminora la carrera y comienza a toser como si quisiera expulsar la pena que lleva dentro.
Frente a ella se erige un árbol abigarrado y brillante. La niña lo mira, mientras las lágrimas dibujan líneas dispersas por sus mejillas. Observa todas las luces que rodean al pino y sus ojos dejan de percibir la luz para centrarse en el conjunto de bombillas unidas por un larguísimo cable trenzado que se mete entre las ramas. La realidad.
“¡Mentira!” —piensa Lola.
Ella tiene frío. No ha cogido su anorak. Se sienta en un banco cercano y abraza sus piernas intentando mantener todo el calor que puede en su interior. No quiere volver a casa, no ahora. Cada recuerdo que le viene a la cabeza le duele en el alma. Cada regalo. Cada villancico. Todo es mentira. Es una broma infinita.
En el otro extremo del banco se sienta alguien. Un vagabundo. Tiene la ropa sucia y un aspecto desaliñado. En su mano lleva una bolsa marrón y dentro una botella. Le da un sorbo y mira a la niña. Le vuelve a dar otro, éste más largo y orienta su cuerpo hacia ella, como si pretendiera decirle algo.
Lola se hace más pequeñita en su sitio. Tiene miedo y hace ademán de levantarse.
—Eh, espera, no te vayas, niña. ¿Estás bien? —le dice el hombre.
Ella se detiene y lo mira, entre asustada y sorprendida. Tiene un enorme parecido con el abuelo que su madre le muestra siempre en fotografías. El que está en el cielo.
La familiaridad del rostro mengua su prudencia y la inocencia hace que Lola vuelva a sentarse. El vagabundo levanta las cejas, como si volviese a realizar la pregunta anterior.
No obtiene respuesta. Da un trago y dice sin apartar la vista:
—¿Te ha comido la lengua el gato?
Lola, que no es maleducada, agarra un poco de valor y se lo pone en la boca:
—Mi madre dice que no hable con extraños.
El vagabundo ríe de manera ostensible y exagerada. A la pequeña le hace gracia cuando ve que al hombre le faltan varios dientes. Como se le veía a su abuelo. Se parece tanto… —¿Cuántos años tienes, niña?
— Diez…—responde Lola, tímidamente, contradiciendo la advertencia anterior.
—¿Quién los pillara?
Entonces Lola se lanza y no porque ya no tenga temor ni vergüenza, sino porque necesita vomitarle a alguien toda la maraña de sentimientos que le arden dentro. Le cuenta la conversación con su madre, que todo en la Navidad es falso. Que sus padres son unos mentirosos y que todos los padres del mundo son unos mentirosos. Que ya no quiere ser mayor. No de esa forma.
La cara del hombre se torna seria. Tiene todos sus sentidos, que el alcohol no ha mermado todavía, al servicio de la niña. Porque a pesar de que la cría tiene diez años, conoce el camino que está transitando.
— La Navidad está en cada uno de nosotros y en todos a la vez, —comienza a decir el vagabundo— lo que hoy se ha ido volverá desde otros ojos —concluye con voz entrecortada.
Las palabras se le hacen grandes. Gigantes. No se ha dado cuenta de que el hombre se ha acercado y acaricia su mejilla.
Lola lo mira y entonces ve a su abuelo. Está segura de que es él y siente ganas de abrazarlo. Tras una esquina, aparece su madre, con un niño, gritando su nombre.
La niña la ve y corre hacía ella. Comprueba que aún le quedan más lágrimas, muchas más. Se abrazan tan fuerte que el frío les concede una tregua.
—¿Dónde estabas? Estamos locos buscándote.
—Vine corriendo hasta aquí y me senté en ese banco, con ese señor —dice, mientras señala en dirección al lugar donde se encontraba.
La madre mira y cruza la mirada con el vagabundo. Aprecia un gran parecido con su padre. Sería capaz de decir que es él si no fuese porque sabe que es imposible.
El pequeño se lanza sobre su hermana y le regaña con la verborrea que sus tres años le da.
—¡Tú has portado mal, los Reyes no te traen nada!
Tras su enfado está la magia que a Lola se le escapa de entre los dedos. A borbotones.
Sus ojos relucen como antes lo hacían los suyos. Está a punto de decirle a su hermano que no existen, que tiene que crecer. Como ella.
Su madre intuye la intención y posa la mano sobre el hombro de Lola. Se miran.
—Cuando yo lo descubrí, el abuelo me dijo que “la Navidad está en cada uno de nosotros y en todos a la vez…”
—”lo que hoy se ha ido, volverá con otros ojos” —finaliza Lola.
—¿Cómo…?
La hija señala el banco, pero allí no hay nadie. Mientras se debaten entre la lógica cotidiana y la fascinación del misterio, ambas se ven arrastradas por la tentación de dejarse llevar por la magia de lo desconocido.
Lola acaricia el pelo del pequeño Adrian y este resplandece de ilusión.
—Volvamos a casa, mamá —dice Lola.