Anónimo (#relatosdeverano-Zenda)

Como cada mañana de ese verano, ese hombre cruzaba el parque Nicolás Salmerón en dirección a la playa de San Miguel. Caminaba con dificultad, arrastrando a duras penas la mitad de su cuerpo debido a una hemiplegia en el lado derecho, secuela de un derrame cerebral.

De su hombro colgaba una mochila barata que contenia una toalla, una botella de agua y un bocadillo de sobrasada. De su alma, una infancia interrumpida por una madrastra de cuento, una juventud de trabajos de adulto y una adultez lastrada por las etapas anteriores. Como consecuencia, se despojó de todo ser vivo quedando acompañado de una terrible y silenciosa soledad. Una gorra amarilla, con la publicidad de una empresa de pintura, cubría su maltrecha cabeza, ensombreciendo la visión angulosa que tenía al respecto de la vida. No distinguía formas redondeadas.

Como cada mañana de ese verano, ese hombre extendía su toalla sobre la arena, para tumbarse y sufrir los latigazos que un implacable sol de agosto proyectaba sobre cualquiera que se atreviese a poner un pie en sus dominios. Una penitencia que cumplía sin alegato de defensa.

No hablaba con nadie y nadie hablaba con él. Su apariencia invitaba al miedo, la desconfianza y la locura. No se equivocaban.

Con su habla extraviada por la enfermedad, invocaba a la comunión de demónios y vírgenes, de santos y dioses. Maldecía todo aquello que lo molestaba, cualquier cosa que esquivara su comprensión, y al él mismo. Desde la enfermedad, se habia convertido en su peor enemigo.

Como cada mañana de ese verano, ese hombre oteaba el horizonte, dejándose transportar en el Ferry de turno que se dirigía a puerto. Le emocionaba ver cómo la roda del barco partía la mar y vomitaba sobre la playa pequeñas olas, bravías e inesperadas, sobre los despistados bañitas que reposaban en la orilla.

Repasaba los viajes de antaño, donde conoció otras culturas, otras gentes y otras tierras. Añoraba la libertad que otorgaba un mercante en alta mar, las comidas entre la tripulación y los juegos de azar de camarote…todos aquellos puertos y todas aquellas mujeres.

Esa mañana, como en ninguna de las anteriores, ese hombre vio que algo caía del ferry al mar.

El punto en la lejanía salpicaba agua en forma de nado y, poco a poco, se fue haciendo persona y la persona, grito.

-¡Es un moro! exclamó un niño, dando la voz de alarma.

El rumor se fue extendiendo con el soplo de levante, y de las sombrillas, como si fuesen caparazones de tortugas, asomaron cabezas, viseras en mano, al unísono.

Los más curiosos se acercaron hasta donde les cubría los tobillos y desde allí contemplaron, como cuando veian las noticias en el salón de sus casas, la ya lamentable, travesía del nadador.

Ante el inmovilismo general, medio hombre arrastrando a su otro medio, besó con sus pies la orilla, bautizó sus hombros con su mano más útil y se lanzó al mar.

Imbuido por la voluntad del viejo marino que fue, con la alerta de «hombre al agua» del serviola en sus oidos, apartaba el encrespado mar a empellones, con la proa puesta hacia el medioahogado.

A pocos metros de su objetivo, vió que era un chico joven, de unos dieciseis años, con el gesto del muerto en el rostro y un gorgorito de auxilio en la boca.

El chico se aferró a ese hombre, como se aferran los mártires de guerra antes de ser fusilados a los pies de sus verdugos, provocando que ambos se hundieran sin remedio. Éste, viendo que la situación era crítica, se zafó como pudo del abrazo mortal de desesperación que lo atenazaba y propinó un puñetazo sobre la cara del muchacho que, exhausto y sin energía, cayó en un estado de semiinconsciencia suficiente como para poder ser arrastrado sin oposición.

Ese hombre, apartando de nuevo el mar con violencia y arrastrando de los pelos al muchacho, con la precaución de que su cara estuviese el mayor tiempo posible fuera del agua, se dirigió de nuevo hacia la costa. Cuando sus pies sintieron la arena del fondo, quedaban apenas cuatro metros para llegar a la orilla. Algunos jovenes, despojados de su perplejidad, se acercaron a ellos para ayudarlos.

A duras penas, sin resuello y escupiendo agua, el hombre se abrió paso entre la gente de cabeza cuadrada que lo miraban incrédulos, hasta llegar a su toalla. La tomó, secó su cuerpo y se vistió.

Antes de marchar, volvió la vista hacía donde el chico marroquí estaba siendo atendido y vio que entre esa amalgama de figuras geométricas no había ninguna redondez. Así veía el mundo.

Cómo cada mañana de ese verano, medio hombre regresaba por el parque a su casa, con su mochila y sus pecados sobre los hombros, arrastrándo su otra mitad, algo más cansado de lo habitual…

Noticias del dia siguiente: “Ayer por la mañana, en la playa de San Miguel, un grupo de bañistas salvaron de morir ahogado a un joven inmigrante ilegal, de origen marroquí”.

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