La memoria del frío

Era la semana antes de Navidad y el sol alimentaba con tibieza el ánimo de todo aquel que se ponía bajo su cobijo. Aquel año la nieve se resistía a caer en Montefrío y dos pequeños encapuchados y un extraño ser de piel verde se amparaban en las sombras observando con unos prismáticos su objetivo. Tras meses de desesperada búsqueda, creían haberlo encontrado.

—Según la nueva información, creemos que ahora vive en esa casa.

—¿Habéis traído el material?

—Sí.

—¿Todo?

—Todo.

—Esperemos que tengáis razón, cabezas de chorlitos.

El señor Kaufman ya había olvidado su gran secreto cuando recibió la primera carta bajo la puerta. El remite anunciaba el nombre de una niña llamada Clara y dentro explicaba lo bien que se había portado con sus padres y con Gabriel, su hermano pequeño. Por ello pedía que le regalara un juego de experimentos de química que había visto en una tienda y una bicicleta de montaña como la de Luisa Tortosa, su mejor amiga.
El anciano refunfuñó desconcertado y la dejó sobre la mesa.
A la mañana siguiente, tres cartas más se colaron en el interior de su hogar antes de que pudiera abrir los ojos. Cuando las descubrió, salió fuera y echó un vistazo en busca de los responsables de aquella broma. Sólo pudo escuchar el correteo de unos pasos, entremezclados con risas nerviosas. Pensativo, se rascó la barba y le sorprendió su prominente tamaño, no sabía cuándo había tomado la decisión de dejársela larga.
Llegó a la noche con la firme determinación de pasarla despierto y atrapar a sus misteriosos mensajeros. Se ajustó su gorro de invierno, se puso un abrigo del mismo color y se sentó en una butaca, tras la puerta, en espera de una nueva injerencia postal.
El sueño lo fue acunando con suavidad entre sus brazos hasta llevárselo a un lugar muy lejos de allí. No fue hasta el tercer canto del gallo cuando despertó tumbado sobre un pequeño lecho blanco de anhelos infantiles ante su estupefacción.
Los días sucesivos fueron frenéticos. Avalanchas de cartas se iban colando por la puerta, por las ventanas, por la chimenea… Cualquier orificio que fuese lo suficientemente grande era una vía de acceso probable para tal invasión. Su desesperación iba en aumento hasta llegar al punto de llamar en varias ocasiones a la policía solicitando su auxilio, pero lo único que consiguió es una invitación a pasar las navidades en el hospital psiquiátrico de la región.
En la víspera de Navidad, después de una noche intranquila, su ánimo se desmoronó al comprobar que todas las habitaciones estaban inundadas con montañas y montañas de cartas. Apenas podía ir de un lugar a otro sin que un aluvión de sobres se le viniera encima. Lo que veía ya no era su casa, era un laberinto de deseos ajenos que lo encerraban en una prisión. Su forma había cambiado, su color, incluso su olor era diferente, aquel lugar había dejado de pertenecerle. Ya no distinguía la línea que había cruzado su razón, si la de un estado de trastorno mental o la de una pesadilla eterna de la que no podía despertar. No sabía si los días transcurridos desde la primera carta habían sido reales o no, si él mismo era real o no.
Se dejó caer sobre su sillón favorito y una de las patas de este, cedió. El tamaño de su barriga había crecido considerablemente. Ahí estaba él, sentado, al borde de un infarto, deseando que todo aquello desapareciera en el siguiente parpadeo.
Aderezando su desvarío con una banda sonora, un sonido suave comenzó a surcar el aire. Al principio, lo asoció a aquel espejismo que lo rodeaba y ni siquiera hizo ademán de escucharlo con atención, lo dejó ahí, flotando, para que todo pareciera más onírico. Le daba gracias a Dios por hacerle más llevadera esa fantasía que le estaba llevando a la locura.
La frecuencia del tintineo aumentó, por lo que tuvo que prestarle la atención que la impaciencia musical requería. Alguien estaba tocando la campanilla de la entrada.
El anciano se levantó pesaroso, le costaba entreverar la realidad de lo que escuchaba con todo el papel que se interponían en su camino. Con gran esfuerzo llegó hasta la puerta y la abrió.
Allí esperaban cientos de seres diminutos vestidos con unos trajes verdes, repartidos desde el porche hasta el mismísimo sauce que presidía la loma que había frente a su casa.
—¡Es él! —gritó uno de ellos.
—¡Traed el espejo, rápido! —ordenó el que parecía ser el jefe.
Un grupo de elfos que transportaban un gran espejo lo pusieron frente al hombre. Sólo la ilusión hecha murmullo se escuchaba en aquel lugar.
El señor Kaufman abrió los ojos todo lo que pudo y por un momento dejó de respirar. No sabía que hacer, ni que decir. Sólo permanecía inmóvil, frente a lo que mostraba aquel reflejo. Era él, pero no era él. Tenía blancos el pelo y la barba, con un sombrero rojo que terminaba en una borla y un traje del mismo color.
Tocó su rostro ligeramente, como si quisiera cerciorarse de la correspondencia entre la imagen y su persona. Con la sensación de la otra persona no iba a replicar su gesto, pero lo hizo y ambos sonrieron.
Sus ojos se empañaron de recuerdos y desbordaron la alegría de antaño, al reencontrarse consigo mismo.
—¡Ho, ho, ho! —susurró.
Del cielo apareció un trineo arrastrado por nueve imponentes renos. Al verlos, un brillo especial volvió a la mirada del anciano, sus manos comenzaron a temblar y de su boca empezaron a brotar antiguos amigos.
—¡Rodolfo, Alegre, Bailarín, Acróbata, Bromista, Cupido, Cometa, Trueno, Relámpago! ¡Oh, Dios mío! —gritó con alegría y alivio.
De entre las sombras aparecieron los observadores del principio…
—Este año ha sido por los pelos. Cada vez se hace más difícil que recuerde.
—Mil setecientos cincuenta años no pasan en balde y la enfermedad avanza rápido.
—Cerrad el pico, cabezas de chorlito —los mandó a callar el Grinch.

Marina

Después de hacer el amor permanecimos inmóviles, boca arriba y con la respiración entrecortada. Para mí había sido una de pocas, para Marina parecía ser una de muchas.
Aún sentía el eco de los espasmos en las piernas y mi piel se erizaba con la brisa que acariciaba nuestros cuerpos desnudos.
El silencio nos concedió la gracia del romper de las olas como banda sonora perfecta de lo que acababa de pasar. El firmamento, celoso, se había llenado de estrellas para captar nuestra atención. Me fijé en las dos más brillantes y pensé en lo lejanas que estaban la una de la otra. A unos centímetros ante mis ojos, a millones de años luz en la realidad. Al igual que Marina y yo.

De mundos de diferente confección, tenía claro que nada de lo que aconteciera después de aquella noche sería con ella. Era la verdad más absoluta de ese incendio. No había lugar para el más.
Marina giró su cabeza y se quedó frente a mí. Rozó mis dedos con los suyos y me susurró algo que no llegué a escuchar. Sonreí, tratando de disimular mi incertidumbre.
—Supongo que esto acaba esta noche  —me sinceré, aún embriagada por el sexo tan extraordinario que había experimentado.
Ella también sonrió, exhaló el aire contenido en los pulmones y volvió la mirada al cielo.
Su silueta corporal, llena de curvas, se mimetizaba de manera especial con la playa, como si formara parte del paisaje. Como si fuese la última pieza de un puzle que se había construido en otras ocasiones.
—¿Quieres venir al agua? —dijo Marina, en tono travieso.
—Estoy bien aquí, necesito unos minutos de paz —contesté relajada.
Se incorporó con asombrosa agilidad y se fundió con la oscuridad mientras se dirigía al agua. Escuché la zambullida y el mar se la tragó.
Desde la espesura sin luz donde se encontraba me volvió a invitar y me negué, de nuevo. Escuché otro chapoteo y después, nada.
Me quedé divagando en como había llegado hasta ahí. Siempre fui de la idea de no tener sexo de una noche. Luego surgió ella del mar, exprimiendo su larga cabellera para quitarse el exceso de agua, después se presentó y se sentó alrededor de la hoguera junto a mi grupo de amigas. Desde ese instante su voz atrajo toda mi atención, sus ojos, esos ojos llenos de misterio que se clavaron en los míos.
Poco a poco, algunas de las chicas se marcharon y la distancia entre Marina y yo se acortó,  entonces me di cuenta de que el barco donde guardaba todas aquellas convicciones morales estaba a punto de ser tragado por un tsunami de piel caoba.


El silbato de un ferry me devolvió al presente, no sé el tiempo que había transcurrido, pero  me hizo consciente de que era el único sonido que había oído desde que Marina se había ido al agua.
—¿Marina? —grité. No hubo respuesta. La llamé otra vez, con más fuerza.
Me metí en el agua, poco a poco, sin poder ver más allá de mi contorno. Por tercera vez su nombre sonó, en esta ocasión con la voz quebrada.
Cuando estaba a punto de retirarme, algo me agarró por detrás. A gritos intenté zafarme, hasta que escuché una voz cautivadora.
—Soy Marina — me susurró.
Allí estaba ella, frente a mí, aguantando estoicamente la retahíla de insultos que iba escupiendo de mi boca. Ella reía, contagiosa. Preciosa.
Odiaba este tipo de bromas, en otras circunstancias habría salido de allí indignada y sin saber nada más de ella, pero el eco de su boca que aún perduraba en mi cuerpo atenuaba de algún modo ese sentimiento. Otra de esas convicciones que Marina se encargó de derribar.
Le agarré la cabeza y la besé con rabia, esa que me empujaba a salir de allí, mezclada con el deseo de permanecer junto a ella. Pura contradicción que resolví mordiéndole el labio hasta saborear el sabor metálico de la venganza. No se quejó.

Con su boca comenzó a recorrer mi cuello hasta la base de mi oreja y la idea de volver a hacer el amor encendió mis ganas. Sus manos se multiplicaron sobre mí, sin dejar ni un rincón de mi cuerpo sin explorar y de esa conjunción astrológica parimos los primeros jadeos. Ella  se introdujo en el agua y continuó con lo que  había dejado a medias. Mis piernas temblaban y apenas podía mantener el equilibrio. La suave marea golpeaba contra mi pecho sincronizándose con los vaivenes eléctricos de placer, era como si todo se hubiese puesto de acuerdo para complacerme.
Marina emergió frente a mí, con los ojos llenos de estrellas y perlas de mar resbalando por su cara.
—Quédate otra vida conmigo —me dijo, mientras acariciaba mi mejilla.
Me rodeó con sus brazos y me besó con suavidad, haciéndonos girar sobre nosotras mismas, mientras nos sumergíamos en el mar, una vida más.






El secreto de la Navidad

A Lola le gusta la Navidad más que nada en el mundo. Es su época del año preferida. 

Este año, sale de casa corriendo, con un mar de pena en los ojos y el corazón partido por la mitad. No sabe muy bien donde va. 

Su madre le ha confesado el gran secreto de la Navidad, porque ya tiene diez años y no quiere que se rían de ella. 

Lola corre a sabiendas de que va a tener que tranquilizarse mucho si quiere que sus pulmones puedan llenarse de aire, por eso, cuando no puede más, aminora la carrera y comienza a toser como si quisiera expulsar la pena que lleva dentro. 

Frente a ella se erige un árbol abigarrado y brillante. La niña lo mira, mientras las lágrimas dibujan líneas dispersas por sus mejillas. Observa todas las luces que rodean al pino y sus ojos dejan de percibir la luz para centrarse en el conjunto de bombillas unidas por un larguísimo cable trenzado que se mete entre las ramas. La realidad.

“¡Mentira!” —piensa Lola.

Ella tiene frío. No ha cogido su anorak. Se sienta en un banco cercano y abraza sus piernas intentando mantener todo el calor que puede en su interior. No quiere volver a casa, no ahora. Cada recuerdo que le viene a la cabeza le duele en el alma. Cada regalo. Cada villancico. Todo es mentira. Es una broma infinita.

En el otro extremo del banco se sienta alguien. Un vagabundo. Tiene la ropa sucia y un aspecto desaliñado. En su mano lleva una bolsa marrón y dentro una botella. Le da un sorbo y mira a la niña. Le vuelve a dar otro, éste más largo y orienta su cuerpo hacia ella, como si pretendiera decirle algo. 

Lola se hace más pequeñita en su sitio. Tiene miedo y hace ademán de levantarse.

—Eh, espera, no te vayas, niña. ¿Estás bien? —le dice el hombre.

Ella se detiene y lo mira, entre asustada y sorprendida. Tiene un enorme parecido con el  abuelo que su madre le muestra siempre en fotografías. El que está en el cielo. 

La familiaridad del rostro mengua su prudencia y la inocencia hace que Lola vuelva a sentarse. El vagabundo levanta las cejas, como si volviese a realizar la pregunta anterior. 

No obtiene respuesta. Da un trago y dice sin apartar la vista:

—¿Te ha comido la lengua el gato?

Lola, que no es maleducada, agarra un poco de valor y se lo pone en la boca:

—Mi madre dice que no hable con extraños.

El vagabundo ríe de manera ostensible y exagerada. A la pequeña le hace gracia cuando ve que al hombre le faltan varios dientes. Como se le veía a su abuelo. Se parece tanto… —¿Cuántos años tienes, niña?

— Diez…—responde Lola, tímidamente, contradiciendo la advertencia anterior.

—¿Quién los pillara? 

Entonces Lola se lanza y no porque ya no tenga temor ni vergüenza, sino porque necesita vomitarle a alguien toda la maraña de sentimientos que le arden dentro. Le cuenta la conversación con su madre, que todo en la Navidad es falso. Que sus padres son unos mentirosos y que todos los padres del mundo son unos mentirosos. Que ya no quiere ser mayor. No de esa forma.

La cara del hombre se torna seria. Tiene todos sus sentidos, que el alcohol no ha mermado todavía, al servicio de la niña. Porque a pesar de que la cría tiene diez años, conoce el camino que está transitando.

— La Navidad está en cada uno de nosotros y en todos a la vez, —comienza a decir el vagabundo— lo que hoy se ha ido volverá desde otros ojos —concluye con voz entrecortada.

Las palabras se le hacen grandes. Gigantes. No se ha dado cuenta de que el hombre se ha acercado y acaricia su mejilla.

Lola lo mira y entonces ve a su abuelo. Está segura de que es él y siente ganas de abrazarlo. Tras una esquina, aparece su madre, con un niño, gritando su nombre.

La niña la ve y corre hacía ella. Comprueba que aún le quedan más lágrimas, muchas más. Se abrazan tan fuerte que el frío les concede una tregua.

—¿Dónde estabas? Estamos locos buscándote.

—Vine corriendo hasta aquí y me senté en ese banco, con ese señor —dice, mientras señala en dirección al lugar donde se encontraba.

La madre mira y cruza la mirada con el vagabundo. Aprecia un gran parecido con su padre. Sería capaz de decir que es él si no fuese porque sabe que es imposible.

El pequeño se lanza sobre su hermana y le regaña con la verborrea que sus tres años le da.

—¡Tú has portado mal, los Reyes no te traen nada!

Tras su enfado está la magia que a Lola se le escapa de entre los dedos. A borbotones. 

Sus ojos relucen como antes lo hacían los suyos. Está a punto de decirle a su hermano que no existen, que tiene que crecer. Como ella.

Su madre intuye la intención y posa la mano sobre el hombro de Lola. Se miran.

—Cuando yo lo descubrí, el abuelo me dijo que “la Navidad está en cada uno de nosotros y en todos a la vez…”

—”lo que hoy se ha ido, volverá con otros ojos” —finaliza Lola.

—¿Cómo…?

La hija señala el banco, pero allí no hay nadie. Mientras se debaten entre la lógica cotidiana y la fascinación del misterio, ambas se ven arrastradas por la tentación de dejarse llevar por la magia de lo desconocido.

Lola acaricia el pelo del pequeño Adrian y este resplandece de ilusión. 

—Volvamos a casa, mamá —dice Lola.

Tres ángeles.

Un mendrugo de pan en cada plato era objeto de deseo de las miradas hambrientas de unas niñas y de desesperación para su madre: Vanya y sus dos hijas se habían sentado para cenar. 

Cuando terminaron de recitar la oración de agradecimiento por los alimentos que iban a tomar, alguien dio tres fuertes golpes a la puerta de la casa. La madre se levantó despacio de su silla con la mano en el pecho y se dirigió allí con temor. Ante ella se presentó una anciana, con el ceño fruncido, los ojos en llamas y dedo acusador.

—¿Cuándo pensáis pagarme el alquiler?

—Buenas noches, Dolores. Cómo le dije ayer, aún no he encontrado trabajo.

—¡Paparruchas! Ya está bien de cuentos. Mañana os quiero fuera de aquí.

—Yo le prometo…¿Mañana?…Es Navidad.

La casera encogió sus hombros y arrugó la cara en señal de desaprobación.

Un sonido empezó a escucharse. Era como si alguien estuviera arañando algo sin parar. A los pocos segundos se hizo más intenso y rápido. Las dos niñas estaban afanadas en dar cuenta de los mendrugos de pan. Lo cogían con la necesidad del hambre y lo mordían intentando quebrarlo. También lo chupaban para ayudarse en la ardua tarea en la que estaban entregadas. Giraban los trozos con desesperación. Roían y roían sin parar, ajenas a que estaban siendo observadas por las dos mujeres. 

Un soplo de aire gélido apagó la vela que iluminaba la habitación y dejó a las niñas en penumbra, marcando sus contornos frente a la poca luz que entraba por las ventanas. El sonido de las pequeñas royendo su cena de Nochebuena se mantenía en la negrura. 

Cuando la anciana se marchó, sin un atisbo de misericordia y recordándoles su decisión, Vanya se sentó entre sus hijas y lloró en silencio, como sólo una madre sabe hacerlo.

Dolores entró en su casa refunfuñando. Allí le esperaba una mesa bien distinta a la que había contemplado. Demasiada comida para una persona sola. Pasó la mirada por cada una de las sillas vacías, llenándolas de recuerdos de las personas que las usaron antaño y habían ido desapareciendo por ley de vida o por su mal genio.

Tras la cena, se metió un bombón de chocolate en la boca y se acostó en su cama. Le encantaba la sensación de dormirse mientras el dulce bajaba derretido por su garganta. Así, de esa manera, quedó sumida en un profundo sueño.

A las pocas horas, un sonido se fue haciendo presente en la habitación. Al principio, era un leve roce, lento y contínuo y con el paso de los minutos se convirtió en un runrún siniestro que empezó a incomodar la inconsciencia de la anciana hasta despertarla. Entre los claroscuros de la noche dirigió su mirada hasta el final de la cama y distinguió a dos pequeñas figuras. Tardó un poco en darse cuenta de que le estaban mordiendo los pies. Su primera reacción fue la de encoger las piernas y gritar, de su garganta salió el gesto y de sus extremidades la intención. Pero ni lo uno ni lo otro sucedió. El roer de los huesos se convirtió en la banda sonora de la horripilante visión. De entre las sombras surgió la figura de Vanya, con rictus serio y tez blanquecina:

—¡Tenemos hambre! —gritó, con estridencia.

Dolores despertó de golpe dando un grito desgarrador. Tenía el camisón empapado en sudor y su corazón golpeaba fuerte contra su pecho. Le costaba tomar aire. Dio un tirón fuerte de la manta destapándose hasta la cintura. Respiró aliviada.

En su cabeza aún quedaban los ecos reminiscentes del roer de las niñas. Se quedó pensativa sobre la cama, temblorosa, recobrando el aliento perdido. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y, tras terminar de estabilizar su ánimo pasados unos minutos, fue hacia la mesa donde había cenado y cogió algunos platos. Se puso una bata y se dirigió a la casa de Vanya.

Nadie respondía a sus llamadas, empujó la puerta y esta se abrió. El piso estaba vacío, sólo había tres mendrugos de pan medio comidos sobre la mesa. La garganta se le contrajo produciéndole una sensación de ahogo, deshaciéndose después con las lágrimas que empezaron a brotar de sus ojos. Se maldijo.

Había empezado a nevar hacía rato y una intensa niebla impedía que Dolores pudiera ver más allá de un par de metros.

—¡Vanya! ¡Vanya! —voceaba la mujer, esperando obtener respuesta.

 Las piernas empezaban a entumecerse y la respiración se hacía escasa y fatigosa. No llevaba abrigo suficiente para soportar el temporal y el cansancio había mitigado en buena parte su capacidad para orientarse. Estaba perdida, exhausta y medio congelada. Su vista ya no alcanzaba a distinguir algún lugar donde guarecerse. En un intento por avanzar más deprisa resbaló sobre la nieve, que ya tapizaba el suelo. Permaneció tumbada, boca arriba, sin remedio. Sin fuerzas para incorporarse, sin fuerzas para vivir la vida que estaba viviendo. Se rindió. 

La luz intermitente de una farola relampagueaba sobre ella. Unas partículas se fueron desprendiendo del haz luminoso que, zigzagueando, iban aumentando de tamaño hasta tomar la forma de bellos seres celestiales que la recogieron del suelo.

«No hay nada más agradable que la sensación de los rayos de sol sobre una», pensó Dolores, acurrucándose un poco más sobre ella misma.

Cuando fue consciente del pensamiento o, mejor dicho, de la capacidad de pensar, sus ojos se abrieron. Estaba en un portal, tumbada, cubierta de mantas junto a Vanya y las niñas, que estaban despiertas. Ambas mujeres se miraron. Los ojos se les llenaron de lágrimas compartidas y los corazones de perdones concedidos.

La anciana volvió a recostarse junto al abrazo de la bondad y el amor de los tres ángeles que la habían salvado.